sábado, 24 de septiembre de 2011

Leyenda aragonesa: Las Fadas de Ibón


En el pueblo de Canfranc, en pleno pirineo aragonés, vivía hace muchos años Damián, llamado el Cucharero. Era hombre de montaña, un poco hosco, escaso en palabras y ducho en recursos. Tenía que sobrevivir al duro clima y a las difíciles pruebas que cada día le imponía su hábitat. Formaba parte del grupo de pastores de la comarca. Los pastores bajaban a Tierra Plana en cuanto asomaban los primeros fríos, para proteger al ganado y darle pastos en los campos situados más al sur, donde la nieve desaparecía antes. La transhumancia era la forma de vida de la montaña, y nadie se planteaba que hubiera maneras distintas de vivir, o de sobrevivir. Aunque, en una ocasión, Damián quiso cambiar su vida.
Ese año, había sido padre de un niño. Cuando marchó al llano el invierno anterior, su mujer le había dicho que encontraría nuevo ganado al regreso, pero él nunca imaginó que se refería a su primogénito, al ereu, el heredero de la casa. Cuando volvió, se encontró con una criatura de meses, y a su madre diciéndole:
-El mosén quería que lo bautizara antes, pero he querido esperarte.
-Le pondremos Fabián, como su abuelo, así tendrá al angel de la guarda y a la almeta de mi padre que en paz descanse para protegerle toda su vida.
Esto lo dijo Damián con lágrimas en los ojos, y sólo había llorado antes una vez en su vida, que recordara, y fué cuando vió caerse a su hermano por las Peñas y matarse al ir a buscar un cordero que se había perdido.
El resto del año a Damián se le pasó como en vísperas, y cuando se quiso dar cuenta, el invierno volvía a ocupar su lugar. Pero esta vez el pastor dijo que no bajaba con el ganado. Los demás pastores le llamaron loco; el mairal, como denominaban al capataz, al más veterano en la profesión, le amenazó con echarle del gremio, y las mujeres del lugar le hicieron saber lo que pensaban de un mal padre como él.
Damián quería celebrar esa Navidad con su mujer y su hijo, como hacían los de los pueblos de Tierra Plana, y después vivir en su casa, no en el monte. Para conseguir su propósito, había pasado muchas horas tallando madera de boj. Con su naballa hizo cientos de cucharas, cazos y cucharones mientras los demás dormían en las mallatas. Sólo quedaba ahora recorrer los pueblos del Valle y vender la mercancía. Así ganaría el dinero suficiente para sobrevivir al invierno, y la primavera siguiente ya se vería. Pero llegó el 24 de diciembre, la antigua fiesta del Solsticio de Invierno, y Damián apenas había vendido algo. Quedaba una posibilidad: habría que pasar a Francia y probar allí suerte. Sólo volviendo con dinero suficiente en la faltriquera podría seguir llevando la cabeza alta en el pueblo.
Damián partió hacia las montañas del Puerto aquella fría mañana de la Nueibuena, sin hacer caso de las habladurías de su mujer y de su suegra. El no creía en las historias de biellas. Estaba harto de oir a las más viejas del lugar contar que en los ibones de Puerto habitaban seres malignos que acababan con los caminantes, si se atrevían a pasar por allí en los días mágicos de los solsticios. El era pastor, y sabía que el verdadero peligro cuando se andaba por las cimas consistía en no reconocer las crepas o grietas en el hielo bajo la nieve, eso sí que era arriesgarse a perder la vida, como le pasó a su hermano.
Desayunó fuerte: unos huevos fritos, cebolla y pan. Echó al morral un pan entero y queso. Sobre los hombros se acomodó la mochila cargada con los cubiertos de madera y sin despedirse de nadie, aún de noche, salió hacia Puerto, con la única compañía de sugayata, su bastón de pastor. Llegó al país vecino al mediodía. Las ventas no le fueron mal del todo, se notaba la cercanía de la noche festiva y del día de Navidad, y más de uno solucionó los regalos con el boj bellamente tallado por el artesano. Aunque Damián esperaba más, y apuró el tiempo todo lo que pudo, la noche se le echaba encima y era hora de volver a casa. Conocía muy bien el camino, y confiaba en las estrellas, como tantas otras noches de pastoreo. Sin embargo, la cima del puerto le sobrecogió. Nunca antes había sentido esa inquietud, nunca se había notado oprimido por una extraña fuerza que parecía provenir de la misma montaña. La nieve amortiguaba el sonido de las pisadas. El viento estaba calmado y el silencio era absoluto. Hasta que escuchó la voz. Al principio no se lo creyó. Luego ya no tuvo más remedio que mirar hacia la superficie negra y brillante del ibón. Allí no parecía haber nadie, y, sin embargo, la voz venía del lago. No se entendía lo que decía, ni siquiera era posible saber si se trataba o no de palabras. Al poco tiempo, a la primera voz se unieron otras, y todas parecían voces de mujer.
A Damián le temblaban las piernas y las manos. Dejó resbalar de la espalda el morral y la mochila, y se desparramó su contenido por la ladera de nieve que se extendía a sus pies. El coro de voces seguía entonando una melodía extraña, bellísima, y a cada minuto que pasaba, parecían añadirse nuevas notas, entonaciones imposibles y misteriosas resonancias. Damián comenzó a andar hacia el lago. En lo más profundo de su cerebro le pareció escuchar, debilmente, la cantarina voz de su mujer que lo llamaba, pero enseguida su nombre formó parte del coro de aquellas voces angelicales, y, claramente, resonó en todo el valle una frase pronunciada por gargantas invisibles:
-Damián, Damián, ven, ven...
El hechizo de las Fadas de los Ibons de Puerto volvía a elevarse por encima de las aguas heladas, por encima de la nieve oscura, más allá de las cimas... y su poder, su antiguo y desconocido poder venido de otros mundos y de otros tiempos, arrancaba de esta vida al pobre Damián, Damián el cucharero, y le obligaba a arrojarse en los brazos glaciales de los lagos de la montaña. La profundidad de un ibón fue su tumba.
Pasados los años, todas las Nueibuenas, un joven montañés llamado Fabián sube a Puerto y arroja una rama de boj, de bucho, a las calmas aguas del ibón.

Atland, el viejo de las cumbres.


Fue Atland un personaje misterioso, ser de otro mundo que en su apariencia humana adoptaba la humilde figura de un barbado anciano. Para los primitivos habitantes pirenáicos que habitaron su tiempo, Atland, loco o mago, arrastraba su mísera existencia hundido en una pequeña cabaña construida con sus manos, más parecidas a raices leñosas que humanas, a base de piedra sin cantera y troncos enteros de abeto. "El Viejo de las Cumbres", le llamaban, y en los poblados de las montañas, el Viejo se convertía en protagonista de historias y chismes inventados por los lugareños con el fin de entretener la mente y hacer más breves los rigores del crudo invierno.

Fue Atland en la imaginación de las gentes un soldado renegado de las guerrillas combatientes contra los invasores del Imperio Romano, que para alcanzar la vergonzosa libertad hubo de segar el cuello al cabecilla del grupo y huyó a esconderse a las faldas del ya entonces llamado Monte Perdido, sobre el que también se decía que era tal su lejanía debido a un extraño encantamiento que le permitía, a la montaña, cambiar de lugar entre las demás cimas de la cordillera. Por supuesto, Atland se ganó entonces la fama de Encantador de las Montañas. Verdad o no, lo cierto es que Atland, personaje que también ha llegado hasta nosotros con el nombre de Asland, escondía más de lo que enseñaba.
Atland tenía una misión sobre la tierra: los dioses, su familia, le habían encomendado la construcción mediante las artes mágicas, de un lugar maravilloso que sirviera de morada-puente entre los hijos de la tierra y los hijos del misterio. El venerable encantandor, el más sabio de entre los primeros pobladores de las brumas que cubrieron las montañas en su génesis, se puso a trabajar con todas sus fuerzas. Reunió todos los elementos conocidos. Para empezar, los primordiales: aire, fuego, tierra y agua. Después, los esenciales: humo, viento, roca y lluvia. Por último, los espirituales: palabra, lágrima, pétalo y música. Hilos de luz de sol y de luna le sirvieron para tejer el hechizo. Por fin, tras muchos siglos de empeño, el Palacio estuvo construido.
Sobre las nubes que permanecen eternamente cubriendo la cima del Monte llamado Perdido, en uno de los macizos montañosos más antiguos del planeta Tierra, se alza desde entonces un maravilloso palacio que sólo algunos elegidos con el don de la Segunda Vista han podido contemplar. Ninguna boca humana ha podido pronunciar las palabras que lo describirían, ni ninguna mano de artista ha podido trazar siquiera un bosquejo de su magnificencia. Aquellos que de el fastuoso prodigio han tenido conocimiento, hablan de el brillo del cristal más puro, magníficos jardines cuyos dibujos atrevidos han sido trazados por un mágico compás; más cercanos a nuestros días, hay quien ha vuelto insistir tratando de encontrar una certera descripción, sin conseguir sino un reflejo como el que percibe en su mente el ciego que conoce un cuadro con sus dedos: Maravillosas torres, resplandecientes almenas, radiantes frontispicios y relucientes columnas.
Pero este celestial lugar tenía un fin. Debía acoger entre sus paredes sin cemento un hogar, una acogedora morada para que floreciera el amor entre las dos especies de seres más queridas de la Creación. Atland previó lo que sucedería de dejar el acceso abierto a la curiosidad del descubridor humano, y estableció que sólo a lomos de caballos alados o dragones pudiera penetrarse en el recinto, guardado por pétreas fieras y bestias que cobraban vida según los deseos expresados por Atland por medio de un cetro de oro, tatuado de legendarias runas. La profecía estaba escrita. Se grabó en el frontispicio de un viejo dolmen, hoy desconocido y vergonzosamente cubierto por un vertedero de los humanos.
Fue el mismo Encantador de las Cumbres quien talló con golpes de palabras mágicas el texto de la profecía en la roca del dolmen, pero al parecer, brotaron lágrimas de sus ojos mientras lo hacía, y por eso hoy el dolmen se deshace bajo toneladas de escombros y deshechos. Lloraba Atland porque a veces, conocer hace sufrir, y él escribía en una piedra su propio final. Apiadados los dioses de la pena que embargaba el corazón del viejo, fiel cumplidor de sus divinos deseos, ordenaron a las tres Moiras que entretejieran una cruel venganza con los mismos hilos de la muerte y del asesino de Atland, y así quedó escrito en el Tapiz del Destino.
Y el destino se cumplió. Cuando Atland tenía ya todo preparado en el palacio para recibir a Moro, hijo del misterio, y a Elvira, hija de los hombres, un gigante se rebeló, celoso de la suerte de esas razas favorecidas por los dioses. Aneto era su nombre, y temible su poder. Todos los demás gigantes que en el principio de los tiempos pobablan los lugares gélidos de la Tierra, lo tenían como cabecilla. Aneto dirigió muchas batallas contra los Hombres, organizó incontables ejércitos de Omes Granizos, una raza de guerreros gigantescos nacidos de las profundidades de las montañas, que atacaban los poblados humanos lanzando rocas y troncos de árboles.
Aneto descubrió el plan de Atland, y él mismo tomó su venganza. Cuando Atland conducía hacia su palacio mágico a los dos jóvenes que iban a ocuparlo, Aneto apareció bajo la niebla del Monte Perdido, tensó la cuerda de su arco, y arrojó una flecha de fuego contra el encantador, atravesándole el pecho antes de que éste pudiera lanzarle ningún hechizo. Una sonrisa apareció en su rostro antes de morir. Atland recordaba el texto de la profecía, que él mismo había escrito:
-Una flecha arrebatará al Constructor
y lo elevará hacia los Cielos,
y cabalgará sobre su poder;
y el fuego de los Cielos
hallará un enemigo,
y caerá sobre él,
hendirá la piedra,
se alzará la montaña,
y será tan alta
como su maldad.
Cuando Atland cerró los ojos, un caballo alado apareció de la nada y lo llevó con él, perdiéndose entre las nubes.
Entonces todas las voces de los dioses se unieron en su sólo grito que resonó a lo largo del firmamento. El grito de los dioses hizo temblar la tierra. Una luz inmensa se materializó en el aire, se formó a partir del divino odio, y el padre de los dioses la dirigió contra el gigante Aneto convertida en un relámpago, lo partió en dos y lo hundió en las profundidades. Y al caer, se removieron las entrañas de la tierra, porque la Tierra no aceptó el cuerpo del malvado Aneto en su regazo, y lo escupió. Entonces el cuerpo volvió a unirse, pero el gigante se transformó en montaña helada, la más alta de los Pirineos. Y así se cumplió la profecía de Atland, el Encantador de las Cumbres.
© 2001 Chema GLera
Es una recreación literaria a partir de leyendas de tradición oral y fuentes escritas del siglo XIX

viernes, 23 de septiembre de 2011

Sueños
Sueños y esperanzas, deseos de un mañana
recuerdos del hogar al pie de la montaña.
Sabores de pan negro tostado en un caldero,
¿Quién entiende tu dolor, peregrino, tan lejos de tu tierra?

Te fuiste un día ansioso de aventura,
dejaste en el poblado hermanos, abuelos e historia,
¿Amores? tal vez, pero pudo más tu ilusión
y ese sueño amasado en los senderos con pasión,
¿Quién entiende peregrino, tu sed de probar lo nuevo?


Ya pasaron los años y no pudiste alcanzar tu sueño
viviste con el recuerdo de ese pueblo pequeño
donde dejaste hermanos, historias y cementerio
Ahora en tu ceño fruncido,una idea crece seria
¿Y si volviera un día, encontraría a mi pueblo?

Se han ido con los años desgastando tus fuerzas
todo ha cambiado el tiempo,tal  lima implacable.
ya no es tu figura otrora gallarda, alta y hermosa
ya no están tus sueños ansiosos por probar lo nuevo.

Es el tiempo que desgasta ilusiones, deseos, memorias
¿Quién te entiende viajero, cuando son amargas tus noches?
Y ahora el tiempo te vence, un sueño viene a tu encuentro,
no es el que esperabas, éste es más duradero.
Un día de tu sueño han de saber en tu pueblo,

 donde dejaste hermanos, historia y cementerio.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Extraños tesoros

Era el caluroso verano del año 1977, vivíamos entonces en una colonia agrícola en Río Colorado.
Era esa época en que todo resulta bello y novedoso, sobre todo para nosotros, chicos de 14, 11 y 9 años
cuyas vidas transcurrían entre árboles, tierra recién arada y pájaros.
Nuestra casa rodeada de frutales y viñas estaba muy alejada del centro de aquella colonia de chacareros atareados siempre con su cosechas, creo que era la más alejada. Un monte de piquillines y alpatacos separaba nuestra casa del río; rápido, rojizo y ruidoso río.  Diariamente realizábamos recorridos extensos para ir hasta la escuela, trayecto que hacíamos a pié, y luego de volver, íbamos hasta el río.
 El momento esperado por nosotros era éste, cuando nos mandaban a llenar varios botellones con el agua barrosa, que luego de un período de decantación se volvía cristalina y bebible.
Mi hermano mayor tenía que trabajar en pesadas y calurosas jornadas cómo un adulto más, los más chicos teníamos más tiempo de jugar y caminar explorando las grandes extensiones de campo que era siempre una caja de sorpresas. En todo ese "patio" de juegos podíamos encontrar tesoros extraños y siempre estábamos en busca de algo.
Era ya el mes de diciembre y las clases llegaban a su fin. La idea de las vacaciones nos alentaba a salir por más tiempo hacia el bosquecillo que rodeaba al río y que era otra parada más en el paseo diario, sin tener que preocuparnos por las tareas escolares que ya casi no teníamos.
A la hora de la siesta, cuando la decisión de qué hacer era solo nuestra, nos aventuramos con el menor de mis hermanos y decidimos que íbamos a buscar nidos con huevos de pájaros exóticos en árboles, arbustos y entre la gramilla alta y seca. Así lo hicimos. Al término de una hora teníamos varios trofeos de colores que coleccionábamos en un  improvisado "museo". El calor era insoportable y el río era un buen lugar para refrescarnos. Nos acercamos y buscamos una playita para sentarnos y tocar el agua. El sol de las tres de la tarde daba de pleno en el agua barrosa y formaba un color entre bronce y oro. Los pájaros inquietos por el calor realizaban vuelos rasantes arrancando de la superficie una pequeña lluvia dorada. Sobre un costado de la playa había un montón de palos secos y ramas de sauces que tapaban una grieta hecha por la erosión del agua en las subientes. ¡Una grieta! lugar ideal para encontrar algún especímen curioso...
Lo que encontramos nos erizó la piel; un montón de huesos humanos sostenidos por pedazos de tela, que en algún momento fue ropa, se asomaban entre las ramas de un viejo sauce. Más allá, semienterrada sobresalía una superficie redondeada y blanca que pertenecía a nuestro macabro hallazgo. Entre el espacio que quedaba entre el cráneo y el fondo de la gruta, un manojo de tela marrón claro, enredada en raíces y vegetación completaba el cuadro que nos dejó espantados aquella tarde.
Por aquellos años nadie se sorprendía ni preguntaba demasiado sobre los muertos sin identidad que aparecían. Ésto pasó con lo que descubrimos ese día. Luego de ser retirado por los bomberos y la policía local nadie más supo nada de aquel infeliz: ¿hombre o mujer? que quedó archivado como un "nn" entre papeles que nadie más revisaría. En el pueblo nada más se supo y a nadie se le ocurrió investigar sobre el encuentro accidental  de dos niños.
A partir de ese momento nuestro espacio de búsqueda iba a ser el río, pués descubrimos que se podía encontrar siempre algún extraño tesoro que él traía con sus correntosas aguas coloradas, arrastrándolo desde quién sabe dónde para quedar atrapado por alguna rama de los sauces que bordeaban la costa y aprisionándolo para que alguien lo descubriera...o no.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Identidad

Las grandes ciudades se caracterizan por albergar miles de personas  de todas partes del país e incluso del mundo, aparte de sus propios habitantes. ¡Es tan difícil, adquirir un lugar entre la gente de una ciudad! La mayoría de las personas que vienen del interior, desde un pueblo chico o del campo, se encuentran con serias dificultades para ser tomados en cuenta entre un grupo de la gran urbe. Los estudiantes y los que no lo son, con distintos modos de relacionarse, deben adaptarse a las formas, comportamiento y lenguaje de sus compañeros citadinos.
 Pero aparte de esa adaptación, resulta difícil ocupar un lugar de privilegio o respeto entre el nuevo grupo, si es que se lo tiene. El integrante del interior nunca va dejar de ser el "campesino", "el forastero" . Estos apodos van a surgir tanto cuando se equivoque como cuando acierte en algo. No importa cuanto tiempo pasó de su llegada a la ciudad; siempre va a ser  "el de afuera".
 Por otro lado, todos los habitantes tardan en ser reconocidos entre los numerosos estudiantes, empleados, docentes, y otros.  Son anónimos ciudadanos fuera de su grupo y cuando se alejan de éste pierden toda identidad.
Nada de estas cuestiones pasan en un pueblo. Todos se conocen. Hasta el  niño más pequeño tiene su propia identidad e historia conocida por todos; por ejemplo Pedro, un jovencito de 12 años es el  hijo de Pablo el verdulero, que se ganó la lotería en el 98 y compró el campito de los Álvarez, y su abuelo fue uno de los trabajadores que le dieron vida al frigorífico donde trabajan la mayoría de los pobladores.
Hasta los animales  tienen su propia historia y siempre se conocen algunas anécdotas; como el pato de doña Inés que llegó un día desde la ciudad,cuando tenía unos días de nacido, regalo de una nieta, y se crió con los pollitos de la gallina bataraza.  Dicen que no reconoce a las hembras de su especie, y acepta las de crianza porque se cree pollo.
La cuestión de la identidad no es un problema para la gente de un lugar con pocos habitantes donde el espacio y el tiempo son amplios y relajados. Dónde lo que importa es hacer bien las cosas y ser tomado como ejemplo a seguir por otros y dónde importa más ser que tener. Esto último, obsesión de multitudes que corren entre galerías por un pasillo sin fin de anónimos personajes que buscan tener un lugar en una sociedad exclusivamente de consumo.

jueves, 1 de septiembre de 2011

¿Y LA JUSTICIA?

La maldad de los hombres inunda la tierra
Inocentes criaturas sufren tormentos
El amor es el actor secundario de la película actual.
Dolor, llanto, amargura y desilusión...
Apocalipsis de la esperanza, fin de los sueños.
¿Cómo levantarnos luego de esta derrota?
¿Cómo enseñar que hay un mañana seguro?
¿Dónde está el Dios que proclama lo justo?
Volvimos al principio del juego
Perdimos el tiempo caminado.
El ahora es nuestro don preciado,
tal caballo con anteojeras, no miramos al costado.
Cerramos las puertas que nos muestran las heridas
caminamos pisando fuerte para no escuchar los gritos.
Tal cobarde que huye por el miedo...
Estamos inmersos en un lago de injusticias,
pero somos expertos en vivir con ello. 
Sin justicia somos cómo títeres,
nos mueven los vientos bruscos, violentos y corruptos.
desprotegidos vagamos  por la vida,
dejando en la huella un rastro doliente.
¡Revelemonos hoy!
Reaccionemos! Pidamos! Gritemos!Roguemos! 
               ¡JUSTICIA!